He despertado de mi letargo con los ecos de los gritos y carreras de los niños rusos que corren a sus anchas por los corredores del Hostal Welcome, en el sur de Madrid. Minutos mas tarde me hallo en el pasillo, al borde de una de las ventanas del primer piso y, esta vez veo a los niños correr frente a mi, una y otra vez. Me pregunto si lograré escribir algo en medio de esta atmosfera. A veces, el grupo se concentra en el otro ala del edificio, pero luego vuelven a aparecer desde la escalera de la izquierda, corriendo unos tras otros. Como si no conociesen el cansancio. En la sala de reuniones, siempre atestado de gente, cuando coinciden con los niños árabes, patean una pequeña bola de goma de un extremo a otro, conmocionandome, ya que se acercan peligrosamente a mi posición, yo, con el ordenador abierto. Ultimamente, para coger WIFI, excepto en muy contadas ocasiones, me siento en el suelo de la planta baja, lo suficientemente alejado de los demas pero sin perder el área de frecuencia de Internet. Me estoy convirtiendo en un artista de la sobrevivencia, un experto en eludir los troncos que flotan sobre la superficie del río que fluye bajo el sol y las estrellas, los nubarrones y la oscuridad.
Lo que no puedo eludir son esas sensaciones de un Domingo al caer la tarde. Es un palpitar de imagenes y emociones que dejan, como una estela infinita, aquellas huellas de mi pasado. Cuando esto pasa, esto que llaman melancolía, pienso en esos momentos tan especiales que he vivido en algunos rincones de mi historia personal. Contemplo, por ejemplo, las avenidas de árboles frondosos que van desde un castillo hasta la angosta carretera totalmente desierta, cerca de Ecuielle, en Francia. El patio vacío de un colegio católico del barrio de Once, en Buenos Aires, donde fuimos todo el alumnado a jugar un torneo de futbol, en mi época del seminario. La playa de un lago tibio y deshabitado en San Bernardino, en Paraguay, cuando participabamos de un encuentro de boys scouts, poco antes de la cena. La galeria de enormes arcos y columnas del monasterio de Orval, al sur de Belgica, donde había ancianos en sillas de ruedas, con sus miradas perdidas hacia las ruinas de la antigua iglesia contigua. La levedad audible de una sinfonía de violín en esa Paris de callejuelas de piedras de Montmatre, un domingo como hoy. La inmensa quietud en los alrededores de las montañas que circundan una cabaña solitaria, al oeste de Lozoyuela. Me veo a mi mismo, tumbado sobre la hierba, en mi Santa Rosa natal, mirando el cielo azul, imaginando un mundo ideal.
Los niños rusos estarán cenando a estas horas. La cena aquí en el Hostal se sirve a las ocho de la noche. De vez en cuando, algunos residentes caminan por donde me encuentro. El universo de la pausa y de la atención plena se ha restablecido.
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