Había en aquella fria y arrugada carretera, en las inmediaciones del Parque Natural da Serra de S. Mamede, una sensación de olvido sobrecogedor. Ya he trazado mi huella siguiendo mi camino hacia el norte, cruzandome con pocos vehículos hasta este hito. A la derecha, la frontera española; a mi izquierda, los centros ubanos que se extienden hasta el Atlantico. El chubasco es una proximidad y la acepto resignado. Olfateo el aire y huele a lluvia. Empujo la bicicleta y empiezo a pedalear al encuentro de lo inevitable.
Unos pocos kilometros mas adelante, bajo una todavía fina precipitación, me percato que hay un automovil siguiendome. Me paro al instante. Varios metros detrás, el coche también se detiene. Me aferro a los manubrios y permanezco quieto. No necesito mirar atrás para ver el escenario. De repente, unas gruesas gotas de lluvia se abaten sobre la comarca.
Han pasado unos minutos de eternidad cuando decido ladear la cabeza. El pavimento de cemento se expande hasta el horizonte, completamente vacío. Ni rastro del carro.
Unos pocos kilometros mas adelante, bajo una todavía fina precipitación, me percato que hay un automovil siguiendome. Me paro al instante. Varios metros detrás, el coche también se detiene. Me aferro a los manubrios y permanezco quieto. No necesito mirar atrás para ver el escenario. De repente, unas gruesas gotas de lluvia se abaten sobre la comarca.
Han pasado unos minutos de eternidad cuando decido ladear la cabeza. El pavimento de cemento se expande hasta el horizonte, completamente vacío. Ni rastro del carro.
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