Son incontables las veces que me han preguntado acerca de la longitud, de la espectacularidad de mi bicicleta. En realidad, además de ser el reflejo de mi identidad, mi bicicleta busca ese impacto visual del cual me he sentido incluso hasta orgulloso. Pero, para qué exactamente busco que mi aparatosa presencia tenga ese impacto visual? Hete aquí una respuesta controvertida: para hallar más fácilmente gestos de solidaridad, de la gente por supuesto, que convierta mi viaje en una diríamos levedad.
La Ponderosa, antes llamada KaEme, es un vehículo de locomoción de más de cuatro metros de longitud que tira dos remolques BOB, cuyo peso neto es de aproximadamente unos 85 kilos en una báscula para camiones. La he pesado de vez en cuando en las bodegas cooperativas que pueblan el Valle del Marne. Es imposible pasar desapercibido cuando atravieso aldeas, pueblos y ciudades. Pero más allá de las ventajas que me aportan esa teatralidad de andar con un carruaje de semejantes dimensiones, mi casa rodante también me acarrea inconvenientes.
La gente caritativa aparece por el camino, sí. Las instituciones como los Ayuntamientos y Bomberos ayudan bastante. Los campings me permiten plantar mi tienda en sus territorios. En general, me inunda una sensación de gratitud ilimitada al ser merecedor de tanta generosidad. Sin embargo, hay circunstancias en que las muestras de altruismo pueden estar condicionadas por su efecto no tanto oportunista diría yo, sino por la conducta bienintencionada de mis ocasionales anfitriones que naturalmente quieren saber algo de mí y de mis viajes.
Es como estar a expensas de la persona o familia que te ha brindado hospedaje, quien o quienes quizás inconscientemente buscan una retribución para apagar ese insoportable aburrimiento. Me convierto entonces en sujeto de entretenimiento por -algunas a veces- interminables horas. Es el precio del piso a pagar.
La convicción que al final de la jornada debo hallar un sitio seco y seguro para descansar tranquilo, me obliga intuitivamente a estar alerta alrededor de las cinco de la tarde. En verano boreal, este periodo de tiempo se flexibiliza correspondientemente. Es una especie de dependencia de los demás que no ocurriría si llevase un presupuesto establecido para cubrir mis gastos más elementales. Es así cuando los seres humanos configuran un acontecimiento previsible, cotidiano y recurrente.
Una de las cosas que me molesta es cuando me cuesta decir que no. Cuando digo sí de palabra pero es un no en la mente. El semblante incómodo de lo políticamente correcto. Por ejemplo, cuando me dicen “déjame subirme a tu bicicleta” y que aquello venga de una bombera atractiva, el prodigioso macho que hay en mí delibera un vulgar “por supuesto!”. Y que alguien de su entorno cabalgue en uno de los remolques. La fatiga, en estos casos, no me permite fastidiarme. Solo pienso en una abundante cena y un buen vino y un buen descanso.
La Ponderosa, antes llamada KaEme, es un vehículo de locomoción de más de cuatro metros de longitud que tira dos remolques BOB, cuyo peso neto es de aproximadamente unos 85 kilos en una báscula para camiones. La he pesado de vez en cuando en las bodegas cooperativas que pueblan el Valle del Marne. Es imposible pasar desapercibido cuando atravieso aldeas, pueblos y ciudades. Pero más allá de las ventajas que me aportan esa teatralidad de andar con un carruaje de semejantes dimensiones, mi casa rodante también me acarrea inconvenientes.
La gente caritativa aparece por el camino, sí. Las instituciones como los Ayuntamientos y Bomberos ayudan bastante. Los campings me permiten plantar mi tienda en sus territorios. En general, me inunda una sensación de gratitud ilimitada al ser merecedor de tanta generosidad. Sin embargo, hay circunstancias en que las muestras de altruismo pueden estar condicionadas por su efecto no tanto oportunista diría yo, sino por la conducta bienintencionada de mis ocasionales anfitriones que naturalmente quieren saber algo de mí y de mis viajes.
Es como estar a expensas de la persona o familia que te ha brindado hospedaje, quien o quienes quizás inconscientemente buscan una retribución para apagar ese insoportable aburrimiento. Me convierto entonces en sujeto de entretenimiento por -algunas a veces- interminables horas. Es el precio del piso a pagar.
La convicción que al final de la jornada debo hallar un sitio seco y seguro para descansar tranquilo, me obliga intuitivamente a estar alerta alrededor de las cinco de la tarde. En verano boreal, este periodo de tiempo se flexibiliza correspondientemente. Es una especie de dependencia de los demás que no ocurriría si llevase un presupuesto establecido para cubrir mis gastos más elementales. Es así cuando los seres humanos configuran un acontecimiento previsible, cotidiano y recurrente.
Una de las cosas que me molesta es cuando me cuesta decir que no. Cuando digo sí de palabra pero es un no en la mente. El semblante incómodo de lo políticamente correcto. Por ejemplo, cuando me dicen “déjame subirme a tu bicicleta” y que aquello venga de una bombera atractiva, el prodigioso macho que hay en mí delibera un vulgar “por supuesto!”. Y que alguien de su entorno cabalgue en uno de los remolques. La fatiga, en estos casos, no me permite fastidiarme. Solo pienso en una abundante cena y un buen vino y un buen descanso.
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